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Derecho Civil. La superficie


La palabra superficie deriva de las latinas super facies: sobre la faz de la tierra. En principio la trascendencia económica de ésta (la tierra) ha traído consigo que el Derecho haya establecido la siguiente regla: lo edificado, plantado o sembrado se presume realizado por el dueño del suelo y, por tanto, a él sólo pertenece (aedificatio solo cedit).

El derecho de accesión es una facultad del propietario que no se suele reparar por ser conocido desde antiguo, desde que en Roma se formulara el principio: superficies solo cedit (la superficie accede o se integra en el suelo) y no es una obligación del propietario, sino una facultad dominical que, por ende, puede ser objeto de transmisión y negociación. El propietario puede permitir que otra persona edifique o siembre en su finca facultándole para mantener la construcción o plantación durante un determinado período de tiempo. En tal caso, el propietario intercambia (en la mayor parte de los supuestos prácticos) su derecho de accesión por el precio o canon que alguien le paga y en cuyo favor constituye un derecho de superficie.

El Código Civil español, al igual que sus homólogos del resto de los países europeos en el período de la codificación, prestaron escasa atención al derecho de superficie, lo que la realidad social revelaba: el desconocimiento y la falta de utilización práctica del derecho de superficie.

La desolación y ruina ciudadanas que trajeron consigo las guerras mundiales provocaron la resurrección legal del concepto jurídico; por ello, la mayor parte de los países europeos se ocuparán, entre otras medidas, de actualizar normativamente el derecho de superficie, aunque con resultados prácticos muy dudosos. En España, hay que esperar a la Ley sobre Régimen del Suelo y Ordenación Urbana de 1956, usualmente llamada “Ley del Suelo”, para que se regule autónomamente la llamada superficie relativa al sector urbanístico. Dicha Ley ha sufrido hasta el presente diversas modificaciones, por la Ley de 1990 finalmente plasmada en el vigente Real Decreto Legislativo de 1/1992 por el que se aprueba el Texto Refundido de la Ley sobre el Régimen del Suelo y Ordenación Urbana.

Las clases de superficie en Derecho español son las siguientes: 1) superficie urbana: aquella cuyo objeto es la construcción o edificación en suelo ajeno, además del disfrute de lo edificado; 2) superficie urbanística, la superficie urbana regulada en la Ley del Suelo, que significa que el suelo donde se constituye la superficie está sujeto a un Plan de ordenación urbana; y 3) superficie rústica, o aquella cuyo objeto es la plantación o siembra en terreno ajeno, además del disfrute de lo plantado o sembrado. Como subespecie de la anterior, habría de considerarse la superficie recayente sobre los montes vecinales en mano común, dada su regulación específica.

En Derecho español, el derecho de superficie consiste en la facultad que tiene una persona, denominada superficiario, para edificar o plantar en suelo ajeno, pudiendo disfrutar de lo edificado o plantado como verdadero propietario, durante un plazo generalmente temporal, a cambio de pagar un canon o precio (por lo común de carácter periódico, aunque puede consistir también en un tanto alzado e incluso en cláusulas cercanas al intercambio o permuta del derecho a construir o plantar por la entrega de parte de lo edificado o plantado).

El derecho de superficie posee los siguientes caracteres: 1) es, en principio, un derecho real de goce, que ante todo otorga a su titular la facultad de edificar o plantar en suelo ajeno; 2) el carácter de derecho real limitado no impide que el superficiario sea dueño de lo construido o sembrado, y que por tal título pueda disponer del derecho de superficie, que es facultad propia de todo propietario; 3) es actualmente un derecho real temporal, o temporalmente limitado (en contra de cuanto ocurre en las legislaciones de otros países (Alemania, Suiza e Italia), en los que cabe el pacto de una superficie temporalmente indefinida); y 4) expirado el plazo por el que se constituyó, lo edificado o plantado revierte al propietario del suelo.

Dos partes se relacionan jurídicamente en el derecho de superficie: el propietario del suelo que concede el derecho de superficie, denominado también concedente o superficiante; y el superficiario o concesionario, es decir, el titular del derecho de superficie. El superficiante, como propietario del terreno, puede ser una persona privada (individual o colectiva, como es el caso de las mancomunidades de montes), o pública (esto es, el Estado, comunidad autónoma, municipios, o, en general cualesquiera entes públicos). En cualquier caso, necesitará de capacidad de disposición del inmueble que ha de ser gravado, lo que presupone su plena titularidad dominical. Al superficiario sólo se le exigirá capacidad general para obligarse.

Si el superficiante es una persona pública, la superficie de la que estaremos hablando será una superficie urbanística, ya que los entes públicos no parecen tener más posibilidad que constituir ese tipo de superficie urbana. La doctrina y la jurisprudencia se pronuncien mayoritariamente en el sentido que la forma pretendida ad solemnitatem, mediante escritura pública, no es aplicable a la superficie urbana propiamente dicha, ni a la superficie rústica.

El derecho de superficie es un derecho tendencialmente temporal. La legislación regula su existencia señalando un plazo máximo de duración. Dicho plazo no podrá exceder de setenta y cinco (75) o noventa y nueve (99) años según que los concedentes del suelo sean, respectivamente, personas públicas o particulares.

Como principales derechos del superficiario pueden señalarse los siguientes: 1) derecho a edificar o plantar si aún no se hizo, o si se destruyó lo edificado o plantado y queda tiempo para ello; 2) derecho de propiedad sobre lo edificado o sembrado, al menos, mientras dure el derecho de superficie; 3) derecho de disposición de su derecho de superficie; 4) derecho real de utilizar el suelo ajeno para mantener en él lo edificado o plantado, y realizar todos los actos necesarios al ejercicio de la propiedad superficiaria.

Por su parte, los derechos del dueño del suelo son: 1) reversión a su patrimonio de lo edificado, construido o plantado; 2) derecho a la satisfacción de una contraprestación cuando se constituyó de forma onerosa la superficie (puede consistir en una suma alzada, en un canon periódico, en la adjudicación de viviendas o locales o derechos de arrendamientos de unas y otras, o en varias modalidades a la vez); 3) respecto de la superficie urbanística, el concedente tiene derecho a exigir que el superficiario edifique dentro del término previsto en la licencia que autorice edificar, pues, en caso contrario, el derecho de superficie se extingue, al tiempo que el derecho de superficie se extinguirá si no se edifica en el plazo previsto. Para la superficie urbana se prevé el plazo de cinco años como período máximo para realizar la edificación, aunque el transcurso de dicho plazo no impedirá la inscripción de la declaración de obra nueva.

El derecho de superficie se extingue por las causas comunes de extinción a los derechos reales, y, en particular, por las siguientes: a) agotamiento del plazo, produciéndose la llamada reversión, en que el titular suelo hará suya la propiedad de los edificado, sin dar lugar a indemnización; b) la consolidación de los derechos de propiedad del suelo y los del superficiario en una misma persona origina una situación peculiar en relación con el derecho de superficie (si la condición de concedente y superficiario la ostenta la misma persona, se produce el fenómeno que, en general, se denomina confusión de derechos, y por tanto, deja de tener sentido el cuadro de derechos y obligaciones al que hemos aludido. Sin embargo la existencia por separado de propiedad del suelo y “propiedad superficiaria” puede haber generado facultades o derechos a favor de terceros que han de ser respetados; y c) la falta de construcción o plantación, ya que el incumplimiento del deber de construir es causa de extinción sólo predicable de la superficie urbanística, pues en la rústica habrá que acudir a la resolución del contrato.

Desde la reforma del Reglamento Hipotecario, operada por el Decreto de 17 de marzo de 1959, existe una rara unanimidad en la admisión de derechos de vuelo y derechos de subsuelo que, sin ser configurados como derecho de superficie (referido, propia e históricamente hablando, sólo al suelo), facultan a su titular para elevar plantas de un edificio ya construido o, inversamente, para actuar en tal sentido en el subsuelo de un edificio o de un solar ajenos. Se les denomina también derecho de sobreedificación o sobreelevación y de subedificación. Hace décadas se planteaba generalmente “sobreelevar” lo ya construido, mediante la realización de un ático o una nueva vivienda. Sin embargo, el supuesto práctico de mayor relevancia en la actualidad está representado por la construcción de aparcamientos subterráneos que tras la constitución de los correspondientes derechos, no solo ocupan el subsuelo de un edificio de nueva construcción, sino que invaden el espacio subterráneo de las fincas colindantes. De conformidad con el Reglamento Hipotecario tales derechos pueden configurarse bien como verdaderos derechos de superficie o bien como nuevas unidades registrales del régimen de propiedad horizontal de la finca matriz. El actual reglamento hipotecario se limita a precisar que la inscripción registral del derecho de vuelo o subsuelo debe determinar la forma concreta y precisa del número máximo de plantas a construir y fijar el plazo máximo para el ejercicio del derecho de vuelo, que no podrá exceder de diez años. Para el Tribunal Supremo, en sentencia de 1999, dicha práctica es reprochable y contraria a las normas imperativas que regulan el régimen de propiedad horizontal, pero dicha conclusión no constituye doctrina jurisprudencial indiscutible, pese a haberse visto reiterada con posterioridad en otra sentencia del Tribunal Supremo, ya que parte de un planteamiento que no ha merecido ser compartido por los restantes miembros de la Sala y que, para muchos autores, puede considerarse radicalmente errático.

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